lunes, 29 de diciembre de 2008

Catafau y El Limón Mecánico










Colores de camisetas... a veces pienso que son todo lo que se puede desear.
Calma, Camisetas Amadas y unas pocas cosas más.
Quizás los Relatos de partidos por radio, el antiguo trasfondo de los sábados, de los domingos, oh, nos salvaron de tanto daño, nos hicieron contornear y evitar la Insensibilidad Crónica.
Así, desde el Comienzo y hacia el fin de las Cuentas:
A quién estamos obligados de desagradar, oh?
A quién debemos caerle bien de antemano?
Son así las cosas, así han sucedido... qué hacer para no verlo?
No sé, nada, es imposible.
Ni siquiera es un problema, no es cierto Capullito?
Aquella Frontera de Cal o Pintura que osamos pisar superando un rival...
La Serpentina Rectangular, oh, gritando! (Alguien me ha dicho que en basquetbol no se puede pisar esa línea... extraño deporte entonces...)
Todo eso nos dio un tipo de inteligencia, una Pequeña sociabilidad, un par de recuerdos.
No es poco, le diría al ilustre linarense Don Guido.
Entre los participantes del campeonato de esa segunda temporada catafauiana, se hablaba de un solo equipo: El Limón Mecánico.
Casaquilla amarilla obviamente, conformado por ex-alumnos de comienzos de los 80 (no sé exactamente el año), su apelación denotaba un estilo ya afianzado durante al menos una década de jugar juntos.
De hecho, dentro de la cancha se decían cifras, lo que significaba el número de la jugada a implementar al servir un corner o al ser atacados...
Contra esa organización forjada en la experiencia, casi todos los equipos nada podían improvisar.
René Larrondo jugaba en el Limón, de puntero; yo lo estimaba harto pues había sido mi técnico durante seis o siete años en la Humilde Escuela de Fútbol del Colegio, mantenida en pie por el ya mítico José Llamas.
Había también un tal Cecilio, rubio y fino con la pelota: el equipo jugaba rápido y asociado, eran vistosos si se quiere, efectivos...
Nadie discute a los equipos efectivos, sus triunfos son su atracción, nadie discutía al Limón...
A mí me disgustaba la alabanza ciega de su juego que obviaba otros aspectos menos nobles. Tenían sus tipos hacheros atrás y al medio, y alguno de ellos, en ofensiva, gustaba de provocar a las ocasionales víctimas que osaran trancar con vehemencia.
También a mí me parecía que hablaban en demasía con los árbitros... quienes a veces les facilitaban las victorias que igual habrían obtenido...
Campeonaron siempre.
Catafau el primer año perdió por mucho con ellos, pero jugando bien.
Es extraño y usual eso: hay partidos que se pierden claramente, pero haciendo el propio juego, llevando a la práctica las posibilidades, generando jugadas armónicas.
Cuando ello ocurre, uno se siente mal por el resultado, pero bien por el juego del equipo propio.
El segundo año perdimos apretadamente, pero sin dar la impresión de jugar a algo, como apresurados, ofuscados, sujetos a la torpeza, jugando mal, sintiendo que se jugaba mal.
Ahí uno se siente mal en los dos aspectos: en cuanto al resultado y a la renuncia al propio juego o a la imposibilidad de hacer el propio juego.

Braulio Musso

lunes, 22 de diciembre de 2008

Henri Gouhier







Periodista Jean-Maurice de Montremy: Piensa usted que el problema de las relaciones entre la filosofía y el pensamiento cristiano hubiera suscitado hoy personalidades comparables a aquellas de Bergson y Gilson?
Su aventura prosigue en el pensamiento contemporáneo?

-Henri Gouhier: Inicialmente debo decirle a ud. lo que es para mí una especie de principio:
yo no creo que haya una historia de lo contemporáneo.
Yo soy historiador de la filosofía: yo no creo que pueda haber una historia de la filosofía contemporánea, de lo contemporáneo no sabemos eso que va a permanecer, es decir, eso que se convertirá en algo histórico.
En este mismo momento donde nosotros estamos ahora, hay quizás alguien que está escribiendo el libro del que se dirá: ‘es la obra fundamental de la filosofía en los últimos años del siglo XX’.
En ‘el año de gracia de 1654’, en la noche del 23 de noviembre, desde alrededor las diez y media de la noche hasta, más o menos, las doce y media,
quién hubiera sospechado eso que pasaba en la pieza del señor Blas Pascal?
Y sin embargo...
En las historias de la filosofía que pretenden comprender la época contemporánea, el número de filósofos vivos deviene de más en más importante a medida que se avanza. Sin duda el autor piensa en los amigos y colegas que buscan su nombre en el Index, pero lo que hay es sobre todo esto otro: la elección efectiva [ de La Vida ] no ha sido aún hecha.
Nosotros no sabemos quién sobrevivirá.
Yo declaro no ser historiador del pensamiento contemporáneo porque simplemente él no tiene, o si se quiere, no es aún una historia.

Periodista de Montremy: Pero usted tendrá de todas maneras una pequeña idea en lo íntimo, sin ser historiador, de lo contemporáneo?

-Henri Gouhier: Yo me excuso de darme aires de importancia y de hacer una comparación con Bergson; no se trata de una comparación sino de una lección. Bergson aquí, en este caso, es mi maestro. Yo digo como él: eso que yo pienso en tanto simple mortal no tiene ningún interés general. Yo no tengo para qué narrar o tratar de explicar eso.
Bergson no quería abordar cuestiones sobre las cuales él no podía filosóficamente hablar.
De la misma manera, yo le diría: yo no quiero hablar sobre cuestiones de las que yo no puedo hablar históricamente.
Cuando yo voy a votar, yo tengo una opinión, pero la naturaleza de la opinión es de quedarse en la esfera de lo personal. Es por eso que está permitido cambiar de opinión.

Periodista de Montremy: Sí, pero la religión, la íntima convicción, el cristianismo, son aspectos distintos a una opinión política...

-Henri Gouhier: Y bueno, entonces yo creo justamente que las reflexiones íntimas, es normal guardarlas para uno mismo.
Entendámonos: no es cuestión de prescribir la filosofía sino de evitar algo muy subjetivo y que puede fácilmente cambiar. Se trata de imitar a Gilson en dos actitudes: aquella del historiador y aquella del filósofo.
Vamos derecho a la verdadera pregunta: Por qué estoy yo aquí?
Usted ha tenido la gentileza de invitarme a hablar porque yo he escrito un cierto número de libros de historia de la filosofía, naturalmente con el motivo de hablar sobre lo que he hecho.
Si yo hubiese atraído vuestra atención por haber escrito libros de filosofía pura, usted me hubiera invitado a hablar de mi filosofía.
Volvamos a mi pregunta: Qué es lo que yo hago aquí? Yo respondo: mi profesión.
El resto aquí no cuenta.

Periodista de Montremy: El cristianismo cuenta de todas maneras en nuestra vida.

-Henri Gouhier: Aquello cuenta en mi vida ciertamente, pero eso que cuenta actualmente, es la situación que justifica el hecho que yo esté aquí, en este momento, frente a un micrófono invitado a entrevistarme con ud. sobre cuestiones escogidas en un dominio donde se me quiere, gentilmente, atribuir una cierta competencia.

Periodista de Montremy: Esto le pone en las antípodas de gente como Sartre o Foucault. En tanto grandes intelectuales ellos no se prohiben el hecho de expresarse sobre sus íntimas convicciones.

-Henri Gouhier: Sí, Sartre o Foucault tienen una filosofía a explicar, una filosofía nueva a ser comunicada. Yo, yo no tengo filosofía nueva a comunicar; si yo dijera alguna cosa, yo repetiría de un Descartes o yo repetiría de un Maire de Biran, o repetiría de Bergson... o de...
Yo creo simplemente que yo puedo intentar hacer entender a algunos grandísimos espíritus e intentar de hacerles conocer tal que ellos eran; y si yo tengo el tiempo, yo continuaré a hacer eso que yo siempre he hecho...
Me han dicho que esto que vengo de decirle es una visión bien pesimista de la historia de la filosofía, se me dice: ‘esos grandes espíritus que usted disfruta de hacernos conocer, usted los nombra al imperfecto... Usted se pasea en la historia de la filosofía como en un museo...’
Yo me apuro gustoso a aceptar esa comparación: yo nunca siento un sentimiento de vida más intenso que en un museo.

Traducción libre de parte del penúltimo capítulo del grandísimo libro ‘Henri Gouhier se souvient...’, París, 1998.

Braulio Musso.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Lo Salvaje del Recuerdo





Recuerdo –casi siempre en primavera- lo salvaje del recuerdo,
del recordar los incidentes que son casualidades intestinales.
No me da pena realmente, pero sí ganas de llorar y de haberle
gritado a alguien en esos momentos.
Con precisión, puedo recordar a Jorgob –lánguido ser,
cuya postura era la de siempre un derrotado que derrotaba a otros,
sin siquiera competir, y creo que no compartiría ésto-.
Lo recuerdo hablando de Los Pixies, y diciéndome que Sonic Youth era, simplemente, demasiado.
Todo esto mientras esperábamos una de esas casualidades extendidas.
Me he dado cuenta últimamente, si se me permite volver a ser egocéntrico,
que el Metro es un lugar irrevocable y que me significa la posición
sedimentaria-nómade del hombre chileno común, ese que viaja en el metro y dice algún chiste sin presiones burocráticas del propio hablar humano fingido.
¿Por qué hablo de esto en este momento?
Pues, sólo lo recordé y sigo sus vestigios muertos en la vida perpetua.
La cosa es recordar un banquito verde, unas zapatillas de días “vacacionales” y la gloria insancionada de no limitarnos, como comunicantes independientes en convivencia, a las aulas de la comunión obligada.
Que en la ciudad aglutinadora nos sintamos convivientes o, quizás, que uno de nosotros lo haga, es lo que me emocionó en ese momento.
Finalmente, para aclarar:
la única relación que tienen ambos relatos es que los dos son parte del mismo, pues puedo recordar los pasos que hice en esa invención transportista.

Gentilmente escrito por Camilo Miranda,
Santiago de Chile, nacido en 1989.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Cuando Pablo Roa fue Catafau








Pareciera que algunos partidos de fútbol ( o de baby-fútbol... ) estuvieran destinados,
por su trámite monótono y por su estructura triste, a ser resueltos por ‘La’ genial jugada individual de un Ser Aparte, de Una Personalidad.
Esa acción jubilosa, iluminada, personal, solitaria, insolidaria,
sobreviene casi siempre al final, en los descuentos de tiempo,
cuando ya parece que todos los esfuerzos se anulan mutuamente.
Son partidos donde todo ha sido batallar a oscuras, donde los movimientos
ya parecen atrofiados desde sus inicios y no hubiera manera de detener su trayectoria sino chocando u obstaculizando los músculos ajenos.
Esa jugada elástica y emocional casi exigida para la redención del bodrio torpe de la Mayoría, está destinada a permanecer largo tiempo en la memoria.
Fue Pablo Roa aquél que inventó un final impensado y Maradoniano a un triste y musculoso empate que jugábamos a media luz en uno de los partidos de la segunda temporada de Catafau.
Fue ‘Una’ sola jugada que bastó para aclarar la verguenza de partido que habíamos realizado, enfermos en nosotros mismos, carniceros sin sentido, carniceros de cuchillos sin filo,
exasperados de nuestra propia basura.
Empatábamos en el minuto final contra un equipo incluso
más rústico que el nuestro, estábamos quemados y
furiosos contra nosotros mismos, sin ideas, ensordecidos,
humillados por la diferencia entre la teoría y la práctica.
Tomó entonces Pablo la pelota, un poco antes de la mitad de cancha;
ya en el primer toque le imprime otra velocidad al balón
que se ajusta a sus pies en un aliento que ya supera a un rival, en diagonal.
Pablo se estabiliza volviendo en busca del centro, enfrentando en ‘tres cuartos cancha’ a dos defensas de manera sucesiva con enganches eléctricos y siempre avanzando y apurando la pelota y luego ella como esperándolo a él y luego como apurándolo y así, frenándose él y la pelota alternativamente...
Entra al área por el centro siempre... queda el arquero...
Pablo se ha olvidado, afortunadamente, del resto de nosotros, quienes retrasados exclamamos y gritamos inconscientes, pidiéndole ya la definición.
Pablo Roa, nuestro refuerzo en la segunda temporada, tira
un ‘dribbling’ que parece muy largo hacia la derecha, muy abierto...
pero como él es el iluminado y uno un pobre tipo tirado y rabioso mirando
desde lejos la jugada mágica, él sabe y sabía que iba
a capturar la pelota para puntearla hacia el arco,
con el arquero descolocado por la velocidad y por
la temeridad del último enganche.
Era el gol del desnivel, fue nuestro gol más gritado, o mejor dicho, el gol de Pablo.
Pablo Roa, soñador y pasivo, nos daba el triunfo a su manera.
Nos abrazamos todos en la culminación de algo que podría haberse llamado ‘Amistad’.


Braulio Musso

lunes, 1 de diciembre de 2008

Guardias.







Los Guardias golpean a alguien, un joven,
frente a mí a la entrada de la Biblioteca.
Largamente lo arrastran, cinco, seis personas.
Decido, tras un rato, dejar de mirar y subir a buscar mi libro
sin caer en la tentación del Intento de poesía.
Subjetivos nacemos, subjetivos moriremos.
Encuentro el libro en la misma ubicación de la última vez,
lo que no sé porqué me sorprende.
Soy el único que lo consulto pienso, el derecho a la exclusividad
también podrá ser perseguido...
Escribo esto en esta mesa de esta biblioteca, rodeado
de los contrastes de la Epoca:
Libros, extranjeros, cesantes, jóvenes estudiantes, golpizas miserables.
Hago el esfuerzo de leer y lo logro.
Cuando salga los guardias estarán en silencio o bromeando.
Aunque quizás hayan otros guardias, el relevo de los horarios.

Braulio Musso.