jueves, 31 de enero de 2019
Por suerte hablamos en el hospital del boxeador cubano Ortiz, en ese maldito lugar donde la vida se acerca
a la muerte.
Es hiriente trivializar el dolor y ahí los enfermeros te obligan a juzgar los semblantes; todo lo médico lo hace sin recato y los familiares resignan los insultos cerca de televisores encendidos.
Por eso quizás extrañar de golpe por primera vez a Luis Ortiz se volvió reconfortante.
Tener teléfonos vejestorios nos salva de guglear y entonces el delicado silencio nos incita.
Al lado, desde la ventana veo un poco triste el hebreo campo de fútbol, llama la atención la publicidad circundante, ¿es necesario regar el pasto en la hora más calurosa?
Al fondo la cordillera de los Andes deja, permite a lo lejos que reluzcan las construcciones de los adinerados,
enormes vidrios.
Nuestro cuerpo cabría muchas veces en ella, millones de veces.
Desearía que Ortiz estuviera, sin nieve, entrenando en estos precisos momentos, haciendo manos,
guantes, en cualquier gimnasio.
Me gustaría que él cerrara esta impresión, este contacto, esta forma, una más, para sumarme al universo y
seguir.
Discretamente.
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