sábado, 30 de noviembre de 2019

En los sesentas donde las masas ascendieron y manotearon la palanca del poder, una queja recurrente del intelectual consistía en criticar la ideologización de la cultura. En términos de ejercicio racional, lo tosco de la politización de las ideas atenta contra el necesario desapego y distancia del que debe pensar como oficio. Algunos se oponen a ese momento revolucionario y quedan, de manera justa o no, en el lado reaccionario. Otros se suman a la revolución y ensayan practicar las ideas. Un tercer grupo más fragmentado y quizás más interesante (porque es más fluctuante e inestable que los anteriores), busca seguir con su rutina intelectual, a veces con éxito, otras con impaciencia (¿Jorge Millas? Quien por cierto hablaba más que del intelectual, del deber intelectual).
Lo que me interesa es que en este ambiente revolucionario de hoy día 2019 Chile, creo que la rutina laboral del intelectual pasa a segundo o tercer lugar. Ciertamente ya no hay ideología en su manera sesentera. Por eso tal vez el primer lugar del intelectual (del que trabaja con la cabeza) y su labor hoy en Chile es mirar, percibir, habitar los lugares de la revuelta, registrarla, balbucearla, nombrar algunas direcciones, fechas, recuerdos, escuchar, alejarse, volver al sitio más cercano del hecho incómodo de las calles vivas. Ser casi anónimo, uno más, medio callado, emocionado. Está entre el que hace y el que mira, está a ratos a un costado y a ratos al medio, en el medio campo. Emocionado, porque si no está emocionado, ¿para qué va a estar cerca de lo que está pasando? La revuelta o te emociona o te deja helado. Más que pensar, mirar y recordar. Más que columnas, referencias.
Los libros, es verdad, algún día serán retomados, en todo caso no han sido olvidados, son referencias no de pensamiento, de recuerdo. Los libros esperan, pero hoy el registro de los gritos del pueblo contradictorio son el silencio del que registra y anota con lápices simples o en computadores ya desfasados.