Visité a don José Antonio Llamas una sola vez tras su retiro de la vida escolar (antes no había necesidad pues él siempre estaba al alcance de la vista o de la palabra, extrañamente dispuesto sin estar en el centro).
Aquella mañana hace alrededor tres años me sorprendí escuchándole hablar -en medio del trance de retiro que otros habían decidido sin él- sobre sí mismo y no sobre los campeonatos o sus alumnos o sobre la inexistencia física del frío (‘es una sensación de uno, no existe fuera de uno, no existe en el medioambiente’).
El siempre había sido una figura que una parte de mi persona insistía en admirar, sin palabras, incluso en sueños. Lo admiraba aún cuando, alumno de básica, me sumaba a las risas y burlas que se le dirigían por ser bueno, ingenuo, distinto.
Si el asunto se trata de recuerdos, tengo uno que resume a todos los otros: siete y media de la mañana o más, hasta el límite de las ocho, Ochagavía con Panamericana, don José en su bicicleta pasando entre los autos a veces atascados, pasando también al lado del de mi padre (el Fiat que luego fue chocado), quien me llevaba desde Maipú hacia el colegio de la Gran Avenida.
Más lateralmente, cada cierto tiempo algo en mí insiste en recordar la vez que por la rama de fútbol del colegio (la que me confirió parte de mi sociabilidad femeninamente exigente) viajamos a San Antonio por un fin de semana (ganamos comodamente, pero sin brillar).
El sábado en la noche debíamos visitar la planta industrial o las dependencias de la armada o ambas.
Caminamos a las nueve de la noche en invierno desde la plaza de Llo-lleo hasta aquel lugar, pero los tipos no tenían anotada en sus planillas tal extraña visita: un viejo español nacido en León y diez ‘alumnos’. Y ahí surge el recuerdo en toda su claridad, la actitud de don José: sin protestar nos dice que de todas maneras estuvo bien caminar a esa hora por ese desolado escenario post-industrial, la misma actitud cuando insistía de no reclamarle a los árbitros (‘ya cobró, ya fue, para qué seguir?’).
A fin de cuentas él no veía problemas donde los demás sí. El los veía en otros asuntos y, en todo caso, no como verdaderos problemas.
Recuerdo que nos llevó a jugar a la José María Caro, contra el parecer de un par de padres que no dejaron ir a sus hijos por el ‘peligro’ que los acecharía.
Recuerdo su irritación (enorme, pero razonada, moral) al hablar de la decisión de los colegios del barrio alto y de la universidad católica de no ‘bajar’ a San Miguel a jugar los partidos de vuelta contra nosotros. Perdían los puntos, no querían utilizar el metro, nadie sabía, pero ‘es culpa de los técnicos, de los directores, de los profesores de educación física, no de los alumnos’.
Hicimos de local durante años en la cancha de tierra al costado de la cancha principal donde hoy juega Palestino, en La Cisterna (donde jugamos sólo una vez perdiendo contra Barrabases uno a cero). Nunca se nos perdió una mochila, habían padres que vendían panqueques fríos y se les veía sonreír. No idealizo, era así, y no se me olvida pues no vi muchas cosas así después.
Tras salir del colegio, en los extraños años de la universidad, una vez lo encontré sentado esperando el comienzo de un film en el centro Montecarmelo, al lado del río Mapocho.
Le pregunté por el colegio pues nunca me sentí aprisionado en él. Sé que otros no se sintieron tan bien como yo en el colegio, pero no me puedo figurar sus experiencias.
No recuerdo qué me comentó, no mucho, todo seguía igual de bien y un poco menos mal.
Luego hice clases y fui colega de Don José. Su máquina de escribir seguía estando a un costado en la sala de profesores. Con ella tecleaba las circulares para los permisos, giras y campeonatos de las ramas deportivas mientras a veces yo leía el diario o corregía pruebas o utilizaba el solo computador alguna tarde de las semanas que se iban. La rama de fútbol ya no era lo que había sido, o a mí me gustaba pensar eso.
Pienso en él ahora pues lo recuerdo con una frecuencia que me sorprende.
Lo mejor es que no hay final pues él sigue vivo, no sé dónde tras su ‘alejamiento’, pero algo de su traza debe mantenerse incólume, por siempre.
Braulio Musso.
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